INSURRECCIÓN DE AMOR
Madre, seguramente usted no se ufana de mí:
Yo no soy buen hijo en el normal sentido del concepto.
Ya no soy aquel niño
a quien, con besos y sanciones,
forjaba usted
como espejo inconsistente de sus sueños;
a quien usted embozaba en el latido boscoso
de sus senos aquellas tardes de aguacero, en donde
abrazados en el lecho
fuimos el amor perfecto, combatiente de soledades
que en usted ya eran murallas
y en mí apenas sugerían
premoniciones de patíbulo.
Ya no soy, madre, aquel impúber
al cual usted vestía a la usanza de su abuelo
y recomendaba a la maestra
y daba mil consejos en el alba
y ponía bajo la tutela nocturna de los rezos.
Si, ya no soy
aquel muchacho del que vigilaba sus afectos,
sus notas,
su mirada,
sus silencios,
y de quien seguramente adivinaba
la causa sexual de sus ojeras.
Sí, ya no soy
aquel proyecto suyo, su ficción
de que fuese el ramaje de su modo,
de sus hábitos,
su estilo,
su esperanza
y, debo decirlo, madre,
de la ceguera con que usted veló mi vida.
Aclaremos, madre, siempre la amo:
Usted fue la creadora que paladina,
lenta,
suave,
torturada,
noche a noche,
canto a canto,
calle a calle,
fue bruñendo, oscureciendo
–en fin, creando–
el claroscuro vibrante de mi vida.
Pero, madre, ahora ya no soy el espejismo
que fabulaba usted, opresa
de esta sociedad malparida y embustera,
que es cualquier cosa,
menos ámbito en donde recobrar aquel albor
con que besaba usted mi cuerpo de pájaro atractivo,
hoy trinchera entre la cual, vacuo, subsisto.
Sí, mamá –siempre mamá –,
en este tiempo ya no soy hijo normal,
coronado,
floreciente,
en el pináculo:
Aquel vencedor que usted soñaba.
No, yo actualmente , por ventura,
soy un anormal:
Un individuo libre de las normas,
libre de leyes y modelos
que hacen del humano un cautivo acomodado,
cuando no esperpento sanguinario.
Lo dicho significa, madre,
que no creo en la profusa y aceptada peste,
aun cuando se funde en artilugios,
en ofrecidos encantos de doncella.
Por ello – irrevocable inventora de mis días,
donadora,
atrapada sin embargo en farsa colectiva –,
yo no puedo ser su dócil sueño,
su apetencia de que sea un Director,
con su elegancia, su negocio y su careta,
o por lo menos, un encargado de bodega
con su iluso sentido de poder.
Tampoco puedo,
afanosa amante de mi vida,
ostentar títulos
que son una formal legal de figurar
en la cretina carrera del status,
en donde el humano se convierte en un mastín
desmemoriado de la selecta estatura de su especie.
Madre –inmediata alianza que me acerca
a la aurora del humano, al portento–,
también niego las liturgias
que, en pacto con los déspotas,
entronizan este escenario de tiniebla grotesca,
donde ignoramos la culminación de la existencia.
En fin, madre –impar cuerpo
en donde he sido uno con la hembra;
mamá, primera dama sin ser consorte de algún rey–,
yo no soy paradigma del hijo colectivo
que, con relumbrantes mercancías
conmemora la caricatura
que los comerciantes hacen de su vida:
Si – principio de mi sangre y mis poemas –,
blasfemo del día de la madre:
Y enciendo con ello el anatema
del día del padre,
de la mujer,
del anuncio,
del niño,
del árbol,
del carro,
de la paz,
del Blanco,
de la alimentación,
del mausoleo:
Reniego
de los días
con que los cancerberos
del uniforme numeroso
nos despojan
de la luz
de cada día .
Del libro OCHO EPISODIOS
DE INGENUIDAD EN EL INFIERNO (1982-1985).